- "¿Por qué no te quedas?" -preguntó mientras ella se incorporaba perezosamente para salir de la cama- "Se ha hecho tarde otra vez; vete por la mañana, el autobús irá ligero".
Sin pensarlo demasiado revirtió los movimientos y se entrelazó de nuevo al torso, los brazos, las piernas, a todo ese cuerpo que la recibía como si fuese su natural complemento.
Reclinó la cabeza sobre su pecho y fantaseó. Vio con claridad que no partiría en el primer autobús de la mañana, ni en el cuarto, ni en el primero de la tarde. Una vez más los arrebataría el crepúsculo y con el último viso de claridad él repetiría "¿Por qué no te quedas?" Admiró pasar lentos los días en los que al autobús le seguía faltando un pasajero. Y contempló la ropa en el sillón, el rostro de quien pregunta sin dudas, el crepúsculo y la noche volviéndose costumbre. Y finalmente los distinguió a los dos, entrelazados y ausentes; él buscando incertidumbre donde ya no existía, y ella extrañando la nostalgia por no sentir el lejos.
Tras la última imagen se incorporó, ya sin pereza. Vistió las ropas, miró por la ventana, caminó hacia la puerta. Y él, que también había contemplado, no preguntó de nuevo.
martes, 29 de abril de 2008
Dos descubrimientos (de índole pluvial)
Los metrobuses del Distrito Federal se inundan y a mis zapatos negros se les filtra el agua.
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domingo, 27 de abril de 2008
Desilusión
La vida podría entenderse como un largo proceso de desencanto. Y no lo digo con afectado pesimismo. Uno de los motores principales del fenómeno de la madurez, consiste en el reconocimiento de que la mayoría de las cosas no son como alguna vez creímos que eran y menos aún como desearíamos que fuesen. Y así, cuando llegamos a la mitad del camino de la vida, nos movemos dentro de un ámbito infinitamente reducido, en el que aparentemente podemos contar con una cierta capacidad para prever y dominar las situaciones.
No obstante, la existencia de las desilusiones no es lo que me sorprende; me inquieta la humana incapacidad para aprender de ellas. A fin de cuentas, no aceptamos del todo un mundo desencantado, y si ya no confiamos en dioses y paraísos, al menos dirigimos nuestra última reserva de esperanzas a entidades igualmente numinosas y fantásticas, pero eventualmente presentes y en consecuencia más asequibles. La amistad y el amor, los vínculos y proyectos, y cientos de otras cosas semejantes que desaparecen apenas se tocan, pero cuyos espejismos son tan auténticos que no sólo nos llevan a creer en su existencia, sino que además nos hacen confiar en que volverán.
Y es que no importa cuan hiriente sea la traición ni cuan sonora la derrota. Después del breve o largo periodo de cura, es casi inevitable que volvamos a tender la mano al extraño amigable y que cultivemos con renovado celo la gran idea que nunca será. Pues al parecer la desilusión o el triunfo son factores accesorios. En el largo proceso de desencanto que es la vida, no impone tanto el desencanto como el proceso.
No obstante, la existencia de las desilusiones no es lo que me sorprende; me inquieta la humana incapacidad para aprender de ellas. A fin de cuentas, no aceptamos del todo un mundo desencantado, y si ya no confiamos en dioses y paraísos, al menos dirigimos nuestra última reserva de esperanzas a entidades igualmente numinosas y fantásticas, pero eventualmente presentes y en consecuencia más asequibles. La amistad y el amor, los vínculos y proyectos, y cientos de otras cosas semejantes que desaparecen apenas se tocan, pero cuyos espejismos son tan auténticos que no sólo nos llevan a creer en su existencia, sino que además nos hacen confiar en que volverán.
Y es que no importa cuan hiriente sea la traición ni cuan sonora la derrota. Después del breve o largo periodo de cura, es casi inevitable que volvamos a tender la mano al extraño amigable y que cultivemos con renovado celo la gran idea que nunca será. Pues al parecer la desilusión o el triunfo son factores accesorios. En el largo proceso de desencanto que es la vida, no impone tanto el desencanto como el proceso.
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domingo, 13 de abril de 2008
Blueberry
Me gustan las historias sobre personas que se alejan. Hombres o mujeres que de pronto dan vuelta a la página, cierran un capítulo de sus vidas y abordan el primer autobús, avión, tren o barco; hacia cualquier parte y por tanto a ninguna.
Yo nunca he llegado muy lejos. No es que me queje, ni que desee alardear de mis fracasos. Simplemente sucede que acostumbro tejer lazos muy difíciles de desatar. Siempre hay una redacción más por entregar, un curso de maravillas o fantasmas qué concluir, una nueva declinación por aprender. Y entonces la salida se aplaza lo indecible.
Hace un año comencé a realizar viajes cortos a una ciudad cercana. Y desde el primer momento descubrí que después de los brazos que me reciben al llegar, amo el camino. Salir a veces muy de mañana, sintiendo que así se ganan minutos al inflexible tiempo. El sol apenas brilla y así no es difícil caminar a buen ritmo. E instantes después, a bordo del autobús, sentir que se avanza rumbo a otro amanecer. Dulce también es partir por la tarde, y dejar que el crepúsculo sea el espectáculo de ida. ¿Y qué decir de los días en que la lluvia acompañó el camino? Hasta hoy no he sido tan feliz como entonces.
Sin embargo, siempre vuelvo, y la historia de la parresía, las charlas sobre revenants y la declinación ática se apoderan de nuevo de mi tiempo. Ocupaciones, reales e inventadas, se atan a mis pies, contienen mis pasos, calman mi prisa, y finalmente, me inyectan la creencia de que por ahora, este es mi sitio. Después de todo, no puedo irme sin más, y abandonar lo que cuido aquí con tanto celo.
Y aun así, me gustan las historias de personas que se alejan. Y hoy vi My blueberry nights. Y sus tomas lentas, de anocheceres violáceos, me recordaron que no hay mejor don que un paso ligero para llegar a donde se quiera (o se pueda). Pues algo es cierto, el mundo es un lugar mejor cuando en verdad parece que se mueve.
Yo nunca he llegado muy lejos. No es que me queje, ni que desee alardear de mis fracasos. Simplemente sucede que acostumbro tejer lazos muy difíciles de desatar. Siempre hay una redacción más por entregar, un curso de maravillas o fantasmas qué concluir, una nueva declinación por aprender. Y entonces la salida se aplaza lo indecible.
Hace un año comencé a realizar viajes cortos a una ciudad cercana. Y desde el primer momento descubrí que después de los brazos que me reciben al llegar, amo el camino. Salir a veces muy de mañana, sintiendo que así se ganan minutos al inflexible tiempo. El sol apenas brilla y así no es difícil caminar a buen ritmo. E instantes después, a bordo del autobús, sentir que se avanza rumbo a otro amanecer. Dulce también es partir por la tarde, y dejar que el crepúsculo sea el espectáculo de ida. ¿Y qué decir de los días en que la lluvia acompañó el camino? Hasta hoy no he sido tan feliz como entonces.
Sin embargo, siempre vuelvo, y la historia de la parresía, las charlas sobre revenants y la declinación ática se apoderan de nuevo de mi tiempo. Ocupaciones, reales e inventadas, se atan a mis pies, contienen mis pasos, calman mi prisa, y finalmente, me inyectan la creencia de que por ahora, este es mi sitio. Después de todo, no puedo irme sin más, y abandonar lo que cuido aquí con tanto celo.
Y aun así, me gustan las historias de personas que se alejan. Y hoy vi My blueberry nights. Y sus tomas lentas, de anocheceres violáceos, me recordaron que no hay mejor don que un paso ligero para llegar a donde se quiera (o se pueda). Pues algo es cierto, el mundo es un lugar mejor cuando en verdad parece que se mueve.
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martes, 8 de abril de 2008
Autobiografía
Cada vez que intento hablar seriamente sobre mí, termino mintiendo. Como en la primaria, cuando debía escribir composiciones sobre mi familia para la clase de inglés. El tema eran casi siempre mis hermanos, los cuales por cierto no tengo. No obstante, mis distintas teachers de la lengua británica conocieron respectivamente a Claudio, Arturo, Jairo, Ismael y Ricardo, los fantasmas que a buen tiempo fungieron como los primogénitos o benjamines de mis también ficcionalizados padres.
En la adolescencia la invención obligada era el compañero sentimental. El hecho de que una joven tímida y fea estuviera sola era tan lógica y empíricamente posible como que lloviera en verano. Sin embargo, amigas, compañeras y enemigas disfrutaban por igual cuando les cotaba de Paco, Gilberto y Pablo; personajes excéntricos, extrañamente talentosos, con aficiones tan simples como el malabarismo y, sobre todo, fantásticamente feos (Pablo no tanto, él se parecía a Thom Yorke).
Al crecer, el ámbito de las mentiras se limitó a los relatos sobre el pasado. Y a medida en que las conversaciones reales giraron más en torno a imperativos categóricos o a guías de viaje que debía escribir o editar, la necesidad de componer historias para justificar mi existencia fue disminuyendo.
Y ahora ya no miento. Ahora simplemente ya no hablo de mi.
En la adolescencia la invención obligada era el compañero sentimental. El hecho de que una joven tímida y fea estuviera sola era tan lógica y empíricamente posible como que lloviera en verano. Sin embargo, amigas, compañeras y enemigas disfrutaban por igual cuando les cotaba de Paco, Gilberto y Pablo; personajes excéntricos, extrañamente talentosos, con aficiones tan simples como el malabarismo y, sobre todo, fantásticamente feos (Pablo no tanto, él se parecía a Thom Yorke).
Al crecer, el ámbito de las mentiras se limitó a los relatos sobre el pasado. Y a medida en que las conversaciones reales giraron más en torno a imperativos categóricos o a guías de viaje que debía escribir o editar, la necesidad de componer historias para justificar mi existencia fue disminuyendo.
Y ahora ya no miento. Ahora simplemente ya no hablo de mi.
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