A través de la ventana de mi habitación, observo un crepúsculo surcado por cables y antenas. Y en ese instante diminuto en el que mis dedos cesan su movimiento automatizado, mis hombros se sacuden el peso de una semana bochornosa, y todo mi cuerpo gira una fracción gradual para dejar que mis ojos se inflamen de naranja, en ese momento soy feliz.
Feliz por la muerte del sol, que acelera la cuenta regresiva de mis propios días; por el silencio y quietud en los que se sumergen todos los vivientes; por esas tardes en que la luz crepuscular fue mi destino: ligero de ropas y equipaje avanzaba con rumbo hacia el oeste, dando los primeros pasos de un viaje que anhelaba no tuviera regreso.
Las luces rosadas y naranjas se disuelven poco a poco, y tornan a púrpuras, morados y azules cada vez más cerrados. El cielo nocturno es como una piel oscura que mágicamente sana sus heridas y absorbe la sangre derramada por ellas en el ocaso agónico. El atardecer se ha ido.
Mi cuerpo gira un grado a la inversa, mis hombros reasumen el peso de los días y mis dedos vuelven a su movimiento automatizado. Mi espíritu es el de siempre.
Me consuela saber que el sol morirá mil veces más, en mil nuevos instantes de quietud y silencio. Y un día me traerá esa tarde donde la luz crepuscular será mi único destino: ligero de ropas y equipaje tomaré el rumbo del oeste, ya sin pausas, sin vuelta atrás, sin anhelos; sin necesidad de buscar consuelo en el próximo atardecer.
viernes, 2 de marzo de 2007
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