miércoles, 4 de abril de 2007

Los invisibles árboles de color lila

Si hay algo que lamente ahora, cuando soy punto final de una historia extraña y breve, es que mientras fui letra viva jamás miré con atención a esos omnipresentes árboles de color lila que hoy distingo como parte esencial de mi universo. Los ignoré tanto como para no saber su nombre, con el que fácilmente los hubiera convocado siempre que necesité un guiño de familiaridad o simpatía. Vi las estrellas, las fuentes y los muertos, pero nunca esos árboles de primavera, que acaso estaban ahí para reconciliarme con mi último destino de quietud.

Era joven, iba siempre muy de prisa, temiendo que cualquier breve descaso retrasara fatalmente lo que habría de venir. Era egoísta, no protegía otra cosa que mis sueños, y mi deseo, siempre puesto en otros espacios y otros tiempos, debía tornarse voluntad inexorable. Así que nunca hice mucho caso de lo puesto ante mis ojos. ¿Cómo saber que la propia cárcel del instante abría también puertas, ventanas y pasajes secretos, y que cada uno de tales puntos de fuga estaba tras de aquellos arbolillos para los que torpemente fui ciego?

Hoy, que sólo soy memoria sin cuerpo ni minutos y tal vez uno de tus recuerdos, puedo reír de mi ansiedad de antaño. No dejo de pensar que si alguna vez volviera, probablemente repetiría casi todo lo que hice. Pero la trama universal de los eventos me ordena equilibrar una existencia corporal que fue como un navío amante del vértigo. Por ello soy fantasma viejo y lento, que debe pagar una elevada deuda de sosiego. Y quizás esté condenado a no partir, hasta no contemplar al último de aquéllos vigorosos, tercos, impertinentes, dulces árboles que nunca vi en mi tiempo.




Y que vigilan el juego de los niños.















Tienden arcos para cubrir a los viajeros.




Trepan ágiles por altos edificios y se dispersan en inquietos grupos por el suelo.
























Que crecen sobre la irracionalidad y el desatino, donde la sensibilidad parecía desterrada.



Que se aman en las calles y a plena luz del día.
Forman familias.


Y en el momento de la muerte, se abrazan, y un miembro de la estirpe los acoge en su seno.

¿Acaso alguna vez los señalaste? Pudo ser durante aquéllas, mis únicas tardes de sueño. Tus dedos aconsejaban a mi frente “Descansa” y a veces lo intenté, por complacerte. Pero si los mostraste no miré, nunca miré, lo siento. Yo era capaz de maquinar aún en sueños y así quebranté todos tus intentos. ¡Si al menos hubiera visto lo que podías mostrar! Si al menos me hubiera detenido, sólo en ese momento, en ese lecho.

Más no fue así. Y ahora soy fantasma viejo y quieto, alguien que para poder mirar tuvo que hacerse invisible primero. Estoy condenado, lo sé, a no partir, hasta no contemplar al último de aquéllos fuertes, entrometidos, persistentes, hermosos árboles a los que nunca di un momento. Y quienes tampoco se irán, por cierto, hasta plagar, hundir, y disolver a esta ciudad, a la que también le llegará el día de saldar su altísima deuda de silencio.

2 comentarios:

Ernesto dijo...

Me encanta. Sobre todo lo que haces con las imágenes. De lo mejor que te he leido.

. dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.