Feliz por la muerte del sol, que acelera la cuenta regresiva de mis propios días; por el silencio y quietud en los que se sumergen todos los vivientes; por esas tardes en que la luz crepuscular fue mi destino: ligero de ropas y equipaje avanzaba con rumbo hacia el oeste, dando los primeros pasos de un viaje que anhelaba no tuviera regreso.
Las luces rosadas y naranjas se disuelven poco a poco, y tornan a púrpuras, morados y azules cada vez más cerrados. El cielo nocturno es como una piel oscura que mágicamente sana sus heridas y absorbe la sangre derramada por ellas en el ocaso agónico. El atardecer se ha ido.
Mi cuerpo gira un grado a la inversa, mis hombros reasumen el peso de los días y mis dedos vuelven a su movimiento automatizado. Mi espíritu es el de siempre.
Me consuela saber que el sol morirá mil veces más, en mil nuevos instantes de quietud y silencio. Y un día me traerá esa tarde donde la luz crepuscular será mi único destino: ligero de ropas y equipaje tomaré el rumbo del oeste, ya sin pausas, sin vuelta atrás, sin anhelos; sin necesidad de buscar consuelo en el próximo atardecer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario